2 de diciembre de 2014

Crónicas de una revolución no convocada I


I: Mirarme en la máquina


Trabajando para la revolución me doy cuenta de que voy perdiendo. Entré aquí por pura intuición, por suponer que era donde debía estar. Esa intuición es la que me mantiene, a pesar de lo inútil que resulta intentar detener un río poniéndome en medio. Trabajando me he dado cuenta de que todos debemos aportar no solo nuestro granito de arena, sino nuestra piedra angular, nuestra virtud. Los escritores y literatos deben hacer suyo ese mandato moral y dar su parte a la lucha. Ellos no han aparecido aun, pero nosotros y nosotras sí estamos aquí, porque el enemigo necesita a todos en contra para ser derrotado.

El capitalismo, desagradablemente, trabaja en positivo. Construye desde la victoria, controlando los hilos, sabiendo cómo mantenernos a raya. Y está en todos lados, también en tu colegio, tu universidad o instituto. La universidad necesita dinero y se lo pide a gente que quiere sacar dinero de vuelta, introduciendo una lógica de beneficio, despidiendo a la del conocimiento. Nadie puede preocuparse de si la forma de enseñar es efectiva si tiene que preocuparse de cumplir unos estándares de calidad para recibir un sueldo al final del mes. Desagradablemente, el capitalismo se ha introducido en todos lados. En la comida que el marketing ha elegido por ti. En el teléfono que ha costado dos niños para recoger su coltán. En el agua que ahora es privada. En los hijos y en las hijas, que pelean herencias como si algo les hiciera olvidar que son hermanos. En un padre que no ve una persona en su hijo o hija, sino un proyecto de persona, un proyecto que necesita inversión para que produzca algo. Desagradablemente, ese algo nos tiene pensando que puede sernos útil y estamos ciegos, incómodos, pensando que lo que necesitamos es más de ese algo y no el calor de nuestros seres queridos y el desarrollo de nuestras almas. Necesitamos una revolución, sí, ¿pero cuál?

Las revoluciones, desafortunadamente, no requieren de ningún requisito. Las revoluciones pueden no ser justas. Las revoluciones pueden no tener al pueblo detrás, sino en frente. Las revoluciones pueden no ser feministas, ni respetuosas, ni democráticas, ni ruidosas y ni siquiera significar progreso. Las condiciones sirven para obtener un resultado concreto, pero no son necesarias para funcionar ¡Qué va! Una revolución puede hacer que la generación que viene viva en un mundo peor que el que lo crió, puede hacerla más precaria y puede lograr dejarla tan perpleja que no sepa reaccionar ante esa revolución. La revolución es impedirnos estudiar el conocimiento que necesitamos para que no nos impidan nada, la criminalización de la lucha por los derechos que es criminal arrebatarnos y la violencia con la que se contesta nuestra autodefensa.

Esa no es mi revolución, pero yo quiero una revolución. La mía debería estar en algún aula de la universidad, pero no la encuentro, porque no la han convocado. Resulta que la lucha la hago casi a solas, sin un objetivo claro en la cabeza, mirando y esperando que mis compañeros vean lo que nos están quitando. Finalmente, el movimiento estudiantil es una metáfora de una de sus muchas escenas.

Un alumno pregunta al profesor por la huelga de la que ha oído hablar para dentro de poco. El profesor, amablemente, le indica que no está convocada, que se lo han dicho desde el rectorado que no se ha llegado a acuerdo con el ministerio. La clase le oye, decepcionada, tampoco preocupada, porque resulta que no está convocada. Y allí, mirando desde el fondo, estoy yo asustado. Estoy pensando que los oprimidos nunca deberían pedir consejo al opresor sobre cómo liberarse. Pero, asustado, compruebo como no solo piden consejo, sino que acatan los mandatos. Ahora hay una forma de luchar por tus derechos, que te dicta aquel que te los quiere quitar. Estoy asustado porque todo parece tan normal, porque no todos puedan ver lo que estoy viendo. Lo segundo que más me asusta es que aún no sé cómo arreglarlo, porque he entendido lo primero que más me asusta: estoy dentro de la máquina que intento destruir, y que ella cuenta conmigo para funcionar. La máquina me ha tragado y ahora estoy mirando desde la máquina.

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